Una vez un compañero se puso muy
pesado con el tema del vegetarianismo, dieta de la que él era
partidario y, como si de un vendedor ambulante se tratara, intentó
persuadirme para que me uniera a su noble causa. Así que estuvo toda
una tarde entera argumentando los beneficios de no comer animales,
hasta que me preguntó si me había convencido.
—Bien, después de todos los motivos
que te he dado y que creo que comprendes, ¿ por qué no te haces
vegetariano? Y no acepto por respuesta un “porque la carne está
muy rica”.
—Mira, querido amigo —empecé a
decirle, al ver que había censurado la contestación que iba a
darle—, la razón por la que no soy vegetariano es porque si un
día (Dios no lo quiera) nos estrelláramos en un accidente de avión
contra una montaña helada, sobreviviendo solamente tú y yo al
accidente, abandonados en aquel páramo frío y sin más alimento
que la carne de los que han muerto, yo sería el que no moriría de
inanición.
Y desde entonces mi amigo, aunque sigue
siendo vegetariano, no ha vuelto a subir a un avión. Y ya no es mi
amigo.
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