Te levantas una mañana cualquiera. Vas
al cuarto de baño y te miras al espejo, como siempre. No estás
mal, al menos no tan mal como otras veces. La almohada ha hecho que
tu pelo adopte un peinado alborotado que queda natural; notas la piel
de la cara suave, a excepción de la zona de la barba, a la que ves
con el espesor perfecto después de tres o cuatro días sin afeitarte
(te da cierto atractivo sin llegar a parecer desaliñado); en
definitiva, tu aspecto es aceptable. Te lavas la cara, los dientes,
te vistes, desayunas y, como tienes aún diez minutos antes de irte,
vuelves al espejo a revisar tu imagen. Todo sigue tan bien como
estaba... de no ser por ese pequeño par de granos incipientes que
ahora adviertes bajo la intensa luz de los focos sobre el espejo. Son
casi imperceptibles, pero, tras dudarlo un poco, crees que lo mejor
es eliminarlos para que no vayan a más. Colocas tus dedos en torno a
uno de ellos y aprietas con fuerza. No consigues nada, solo que el
grano se enrojezca y engorde más. Ya no hay marcha atrás: es
necesario acabar con él. Vuelves a intentarlo y, por fin, su
contenido se libera en una explosión dolorosa y repulsiva. Haces lo
mismo con su hermano, que opone menos resistencia, y el balance final
es de dos granos menos y un par de protuberancias color rojo, grandes como cuernos. A todo esto, bajando un poco la
vista de la frente, localizas unos puntos negros bordeando la nariz.
Decides, ya que has empezado, acabar también con ellos y, cuando
vienes a darte cuenta, tu cara se asemeja a una granada abierta,
poblada de granos carmesí centelleantes, dulce fruto obtenido por
querer eliminar lo invisible. Después de este momento patéticamente poético, cuando pasas la mano por la cara para tocar las
hinchazones, sientes que tu barba no está tan bien como en principio
habías creído. Todavía te quedan unos siete minutos para irte, te
da tiempo a un afeitado rápido. Lo malo es que, con las prisas, se
te escapan un par de cortes mal dados, que hay que tapar con trocitos
de papel higiénico para que no sangren. Para colmo te das cuenta
(demasiado tarde) de que se te olvidó comprar After Shave cuando
saliste ayer al Mercadona, así que improvisas un apaño mezclando
alcohol etílico con un poco de agua, que te hace hervir la cara (en
especial cuando entra en contacto con alguno de los granos
explotados). Te quedan tres minutos y, al mirarte de nuevo, el pelo
tampoco te acaba de convencer. Coges el peine y, después de varias
pasadas que no hacen sino estropear cada vez más el estropajoso
cabello de recién levantado, desistes .
Por último miras tu reflejo y ves una
cara mal afeitada, irritada y poblada de pequeños bultos ardientes,
un pelo enmarañado y mal peinado... y una expresión de mala leche
indescriptible.
Definitivamente estás listo para ir a
clase.
No hay comentarios:
Publicar un comentario